Son las 17.39 del viernes 22 en el puente peatonal de Paiporta. La luz amarillenta del atardecer acaricia las huellas de un monstruo dormido. Un eucalipto, rodeado de plásticos y cañas, resiste erguido en mitad de la devastación como recordatorio de que ahí, antes de que el agua arramblara con todo lo que encontró a su paso y dejara decenas de cadáveres, algún día hubo un parque. Sobre la pasarela caminan, uniformados con ropa de deporte y botas de agua, los nuevos habitantes del barranco del Poyo, el principal causante de la inmensa destrucción de la dana del 29 de octubre. Hombres, mujeres y niños que se estremecen al oír la lluvia, que se asoman al balcón si escuchan que ha caído agua en las montañas, que no se explican cómo sus vecinos una noche estaban cenando en el salón y al minuto una ola cargada de metralla los sepultó. Y ahora no entienden por qué siguen vivos.