
En cada acto de militancia cotidiana hay una sospecha latente de futilidad. ¿De qué sirve esforzarse en gestos individuales que van a tener un efecto nimio o nulo en el discurrir de las cosas, arrollados por fuerzas incontrolables, por designios políticos y económicos que lo avasallan todo? Uno lee y escucha la crecida de la grosería ambiente y se esmera en expresarse con precisión y mesura y en guardar las formas. Quien ha vivido en sociedades de costumbres ásperas y separaciones de hielo entre las personas sabe agradecer la cortesía verdadera de un vecino que saluda mirando a los ojos o de un empleado público o un vendedor que se dirige a uno con amabilidad. Uno se esfuerza en comportarse con decencia en las ocasiones diarias de la vida, y cuando tuvo que educar a sus hijos supo el trabajo que costaba convertir en hábito cosas tan simples como no tirar cosas por la calle, no dar un golpe al cerrar las puertas, no gastar cantidades irresponsables de agua en la ducha. Inculcar altos valores abstractos sin duda es meritorio, pero yo creo que la única manera honrada y tal vez efectiva de predicar es con el ejemplo, y educar en una conciencia aguda de los propios actos, del beneficio o el daño que pueden causar.